Harmanli.- Del grifo del fregadero cae un hilo de agua. Rocía las berenjenas, los calabacines y los tomates que están debajo, en un recipiente de plástico.
“Es la cena de esta noche -dice Amina, secándose las manos-. Si hubiese aprendido a nadar ahora estaría cocinando en mi casa, en Alemania. Y no estaría aquí, en Bulgaria, esperando”.
Amina tiene 28 años y viene de Alepo. Hace cinco meses, cuando decidió huir a Europa con su marido, Brahim, y sus dos hijos, un traficante de personas de su vecindario le ofreció un viaje en barco a la isla griega de Lesbos a través del Egeo.
“Tuve que rechazarlo -dice-, era demasiado peligroso. Ninguno de nosotros sabe nadar. Lo único que me importa es la seguridad de mi familia”.
El viaje por tierra le costó alrededor de tres mil euros. Lo que le quedaba de dinero se lo quitó la policía fronteriza de Bulgaria cuando la detuvieron. “Y tuvimos suerte -dice-: a otros les han golpeado o han hecho que los atacasen los perros”.
Hoy la familia de Amina vive en el centro de acogida de Harmanli, a unos 30 kilómetros de la frontera con Turquía y Grecia.
Se trata de una decrépita instalación del ejército búlgaro transformada en un centro de acogida con dos mil 700 camas para los inmigrantes procedentes de Turquía.
“El año pasado estaba lleno -testifica Ivo, uno de los trabajadores de la DAB, la Agencia Estatal para los Refugiados-. Después los inmigrantes fueron trasladados a otros centros”.
Actualmente hay 235 de ellos. La mitad son niños. La mayoría son kurdo-sirios, de la zona de Qamishli. Pero también hay iraquíes y palestinos.
Como Abdel Karim, que tiene 20 años y es de Gaza. Tiene una larga cicatriz en el hombro izquierdo.
“Los israelíes bombardearon el edificio donde vivía -dice entre las dos literas de su habitación-. Estuve bajo los escombros durante horas. Poco después decidí irme a Alemania y empezar una nueva vida”.
“Pero mira, aquí estoy en Bulgaria –agrega-, esperando desde hace meses”. Como todo el mundo, Abdel Karim espera que le reconozcan la protección internacional para ser transferido como parte del programa europeo de reubicación.
Pero los números son siempre inferiores a lo esperado. Y los tiempos se dilatan.
Desde 2014, cada año el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) pide que se lleven a cabo 30 mil reubicaciones de Bulgaria por razones humanitarias.
Pero el número de reubicaciones no supera nunca la mitad. Quien se hace cargo de la mayoría de los solicitantes de asilo es Alemania, con cerca de 10 mil por año.
“Los otros no tienen más remedio que esperar”, dice Rachid Alaui, también él sirio de Qamishli, quien llegó a Bulgaria en 2013, y es uno de los pocos que decidió quedarse. Hoy en Harmanli trabaja como mediador cultural en la Cruz Roja.
“La situación ha mejorado -dice-. Hoy los números son más bajos. Pero las llegadas de Turquía no han cesado”.
Por el momento, son menos de un millar los inmigrantes acogidos en las diversas instalaciones ubicadas en el país.
En Sofía hay tres centros, en los barrios de Ovcha Kupel, Vrazhdebna y Voenna. Luego está el pequeño centro situado en el pueblo de Banya, entre la capital y Plovdiv. Por último, hay dos centros más en Pastrogor y Harmanli, situados al lado de la frontera.
Entre el uno y el otro, en la ciudad de Lyubimets, en cambio, hay un centro de detención para los que cruzan la frontera ilegalmente.
Hassan, un kurdo de Kobane, pasó por allí en 2014, poco después de huir por el avance del Estado Islámico (EI o Daesh por su acrónimo en árabe).
“Llegué a Suiza -cuenta-. He vivido en Zurich dos años. Después descubrieron que tenía las huellas dactilares registradas en Bulgaria. Y me devolvieron a Harmanli”.
Efectos del Reglamento de Dublín, que obliga a los solicitantes de asilo a esperar su destino en el primer país miembro de la UE donde se han registrado.
“Parece el juego de Serpientes y Escaleras, y nosotros estamos en el escalón más bajo”, dice Hawta, de 26 años y de Sulaymaniyya, en el Kurdistán iraquí. Una a una recorre las casillas de su partida.
“Turquía, Bulgaria, Serbia, Hungría, Austria, Alemania y Suecia. Llegué en 2015 a Kalmar y me quedé allí 14 meses. Trabajaba en un restaurante, en negro”, señala.
Manifiesta que hace dos semanas le llevaron ahí. “No quiero quedarme. Mi vida está en Suecia. Aquí en Harmanli las condiciones son pésimas. Los chicos están nerviosos, hace falta muy poco para que lleguen a las manos. Sucede cada noche”.
Entre las camas cada uno pasa el tiempo como puede. Algunos juegan al Tawla, el backgammon del mundo árabe.
Mohamed, un kurdo-sirio de 56 años, empieza a tocar una melodía kurda con su ud, la mandolina oriental. A su alrededor se forma un pequeño grupo de niños sonrientes y de adultos en actitud reflexiva.
Para muchos, la casilla de llegada está todavía muy lejos. “Mi familia me está esperando en Alemania -dice Mohamed, de 54 años, un kurdo-iraquí de Kirkuk-“.
“Mi esposa y mi hijo llegaron hace dos meses. Yo todavía estoy esperando los documentos para la reagrupación familiar. Pensaba que Europa nos acogería de otra manera. Estaba equivocado”, se lamenta.